martes, 16 de marzo de 2021

La diligencia, por Michelangelo Antonioni


La vieja América, nacida de la fusión entre el espíritu de los puritanos y aquel de los pioneros, la vieja América atormentada por la necesidad de crearse una verdad propia, está en STAGECOACH, de John Ford. Se podrá pensar por ciertos aspectos provincianos y sobre todo por ciertos personajes en Sherwood Anderson, porque el viaje de este grupo de personajes de Arizona a Lordsburg, en Nuevo México, se asemeja mucho a algunas de esas fugas o evasiones que están en la base del mundo artístico andersoniano. Y quizás pensemos incluso en O.Henry. Pero Stagecoah es sobre todo un “western”, el mejor producido hasta hoy y que como tal quiere seguir.

A partir de un relato aparecido en Colliers, Ford y Dudley Nichols adaptaron el argumento de la película y su preocupación era la de volver a la vieja técnica del mudo en general y a la del western en particular. No por nada el tempo de la aventura está basado en el de la persecución. “Quien dice cow-boys -escribe Nichols- dice caballos, velocidad”, y caballos, velocidad, indios, tiroteos, recién salidos de nuestros sueños, son reproducidos con una ingenuidad -que en este caso quiere decir destreza- asombrosa. Ford, sin temor, ha rodado a la antigua, a la manera del mudo, de un mudo que contiene sin embargo toda la riqueza de otras experiencias, incluida la del sonoro. Porque el sonido tiene en “OMBRE ROSSE” [Stagecoach] un papel  admirable, y el motivo recurrente de la vista de la diligencia, y el grito recurrente del conductor a los caballos, y todos los otros sonidos y voces, son de una precisión absoluta, precisión significando aquí ante todo selección poética y sintética de los elementos de la narración y de la concatenación rítmica. Porque el trabajo de la composición artística significa también esto: extraer lo esencial de la materia que se tiene entre manos, descubrir el tono único y “necesario” que yace en el regazo de Dios y que la inspiración y la paciencia sacan, lentamente o en un relámpago, a la luz. Por así decir, en el final de su inmortal relato “La muerte de Iván Ilich”, Tolstoi utilizó las únicas palabras que debían utilizarse, una sola palabra de más lo habría hecho caer al vacío. Y esto también es válido para el cine: las miradas de John Wayne y de Claire Trevor son las que son y no otras, pertenecían primero a un limbo informe y se convierten en expresión, la persecución en ALLELUJA [Hallelujah, King Vidor] necesitaba aquellas voces y visiones, y no otras.

Parte la diligencia de Arizona, de un maravilloso país puritano, y comienza el viaje. No sucede nada, se sabe que los indios están al acecho pero será necesaria toda la película para que una pluma atraviese la pantalla. Y es en esta suspensión, en esta obsesión, en la que los personajes viven cada uno su propio drama. Son personajes estupendos, verdaderamente, tras los cuales se destaca el cow-boy con su venganza por cumplir. Tan lleno de tristeza, hay en él, en sus ojos claros, en su manera lenta de moverse, todo un destino, como si sus acciones en ese momento estuvieran dirigidas por una inexorable justicia superior.

Pero de lo que habría que hablar largo y tendido es del estilo con el cual Ford ha resuelto todo esto. Le basta una mirada, le basta el soplo del viento polvoriento en el interior de la diligencia, le basta la inflexión de una voz: toda la película está llena de este tipo de cosas; obsérvese por ejemplo con qué extraordinaria sencillez de medios se desarrolla el idilio entre el cowboy y la prostituta, y con qué sentido de la armonía y del ritmo sucede el duelo final, a partir de la caminata del cow-boy hacia el bar, y el paso del río, escena que alcanza la eficacia del ronco grito del conductor.

Una fotografía típicamente fordiana (iluminación a veces límpida, a veces violenta, por contraste: ciertas mañanas purísimas, ciertas noches neblinosas) y una ambientación sugerente (interiores de techos bajos, desnudos) acrecientan el valor de STAGECOACH, que además cuenta con una interpretación en todo momento perfecta. Ved cómo está aquí John Wayne, cómo está aquí Claire Trevor, cómo están los otros (destacando Thomas Mitchell y Donald Meek): es realmente necesario situar a John Ford, narrador y psicólogo de  raza, tras este trabajo suyo, entre los mayores directores contemporáneos. 

Critica publicada en la revista CINEMA, nº 106, 1940, bajo el seudónimo Vice.

miércoles, 3 de marzo de 2021

Pero... ¿quién mató a Harry?, por Jacques Lourcelles

Construida sobre un tempo voluntariamente ralentizado, con una gran abundancia de planos fijos, con una interpretación que logra un equilibrio insólito entre lo pintoresco y la sobriedad, sembrada con pistas misteriosas y trampas, es la película más enigmática de Hitchcock. El genio de su autor ha sabido conferir a este enigma la apariencia falsamente límpida y tranquilizadora de una fábula o de una cancioncilla infantil. Es Jean Domarchi (en Cahiers du cinéma, nº58) quien ha sabido caracterizar mejor el lado experimental de la película haciendo notar que Hitchcock había procedido en sus personajes a «una ablación de la conciencia (...), de la culpabilidad interior». Se podría añadir: una ablación del sentido espiritual, de la inquietud metafísica. El cadáver que entierran y desentierran alegremente y que transportan de sitio en sitio no es para ellos nada más que un objeto un poco molesto. Así transformados (o mutilados), estos personajes son observados por el autor, con distancia e ironía, en el seno de la pequeña comunidad en la que viven. No sienten los unos por los otros ninguna desconfianza, ninguna envidia, ninguno de esos sentimientos que envenenan las relaciones humanas y que Hitchcock ha descrito tan a menudo en otras películas. Incluso el dinero tiene sobre ellos poca influencia. Viéndolos vivir tan apaciblemente se podría creer que viven en un paraíso: sin embargo, precisamente, no son del todo humanos. Y su falta de inquietud aviva insidiosamente la nuestra. La belleza de finales de otoño fascina y abruma. Es una especie de apocalipsis suave, a la inversa de aquel, tumultuoso y atroz, de The Birds, pero, finalmente, igual de perturbador.

Dictionnaire du cinéma. Les films. Jacques Lourcelles

Pickpocket, por Jacques Lourcelles


Muy lejanamente basada en Crimen y castigo, es la cumbre de la obra de Bresson, una película límpida y misteriosa, evidente y secreta, una joya del cine francés. No sólo su contenido sino su tema mismo parecen quedar a la libre interpretación del espectador. Para nosotros, el robo es aquí la metáfora de todas las actividades realizadas fuera de la sociedad y contra ella, de todas las formas de energía que, no sirviendo a la sociedad, la niegan. (Pickpocket podría ser igualmente, por ejemplo, una película sobre el ligue homosexual o sobre la pasión por el juego.) Al no tener ninguna justificación fuera de sí mismas, estas actividades poseen un fuerte coeficiente lúdico. Se añaden a ello, en la descripción dada aquí por Bresson, una pasión, un virtuosismo, una clandestinidad  y una sensación de peligro que son fuente de placer a la vez para el que las realiza y para el que las mira. Pickpocket habría podido tomar el título de la película de Ophuls basada en Maupassant [El placer]. Otra característica de estas actividades: para el que las realiza se llevan a cabo, incluso cuando requieren cómplices, en una soledad total, que por momentos asimila a Michel a un héroe de western, ebrio de soledad hasta el vértigo, a través de la inmensidad de los territorios que recorre. Libre interpretación del espectador también en lo que respecta al desenlace (es decir, todo lo que sucede tras el regreso de Inglaterra, al que Bresson ha querido dar una especie de irrealidad, mostrando a Michel con el mismo traje que antes de su partida). Se puede considerar este desenlace como la culminación espiritual del itinerario vivido por Michel (culminación que niega todo lo que ha sido anteriormente). O, al contrario, como una convención, similar a la conclusión de algunas novelas licenciosas en las que los personajes, tras sus desenfrenos, vuelven al redil o fingen volver al redil. Aquí, Michel cambia radicalmente, muere a lo que ha sido. ¿Es un espejismo o es el descubrimiento de su verdad? En el fondo, poco importa, puesto que en ese momento cae el telón y la obra termina. Bresson reutiliza, depurándolo, el modo de narración del Diario de un cura rural: un diario leído y escrito (a veces únicamente leído) por el héroe y que fragmenta la acción en pequeñas unidades cerradas sobre sí mismas que crean una temporalidad específica, muy alejada del tiempo “real” en el que viven la sociedad y el resto de la humanidad. Esta temporalidad refleja también el tiempo en el que se vive cuando se está en una soledad total, cercana al misticismo o a la locura. El diario del cura rural se dirigía a Dios, el de Michel se dirige al espectador, obligado por esta astucia suprema a penetrar en su intimidad y a convertirse un poco en él. Suntuosa y jubilatoria, la música de Lully no está puesta sobre la película sino que emana de ella como la de Vivaldi emanaba de La carroza de oro. La película de Bresson tiene de hecho un rigor, una ironía y una gracia heredadas del “Grand Siècle”, una mezcla de despojamiento y de preciosismo totalmente contrarios a la sensibilidad moderna (al menos a la que prevalece en Francia desde hace treinta años).

N.B. Le convenía a esta película secreta el esconder un secreto. Durante mucho tiempo se rumoreó que los diálogos habían sido escritos o revisados por Cocteau (que ya había sido el autor de los de “Las damas del Bosque de Bolonia”). Ninguna prueba ha confirmado (ni desmentido) este rumor."

Dictionnaire du cinéma. Les films., de Jacques Lourcelles

domingo, 8 de diciembre de 2019

Berceuse mappemonde, par Lorena Álvarez


Sur cette carte que j'ai ici
Ils ont mis le monde entier
Si je ne savais pas comme il est grand
Il semble si petit
Parmi tant de lignes et de couleurs
Ils n'ont pas mis le ciel
Les villes sont
De la taille d'un cheveu

On peut écraser tout un pays
Du bout d'un doigt
On peut brûler la mer
Si on y met le feu
Les montagnes sont 
Plates comme un tambour
Et si elle était en toile
Ça pourrait être un mouchoir

Une chose j'ai remarquée
Je n'ai vu personne
Où est toute la population
Les plantes et les animaux
On n'y voit pas mes amis
Ni ma mère ni mon père
Je vais dormir maintenant
Car il est déjà bien tard

La forêt ténébreuse de mon esprit, par Lorena Álvarez


pour M.W.

Viens faire un tour
Dans la forêt ténébreuse de mon esprit
Viens voir si tu le supportes
Viens voir si tu n'as pas peur
Viens voir si tu es capable
De voir ce que je vois
N'écarte pas le regard
Viens voir si tu es capable
De comprendre ce que je sais

Viens, penche toi sur l'abîme
De la forêt ténébreuse de mon esprit
Regarde ce qu'il y a là en bas
Des restes des batailles
Que j'ai dû lutter
Jusqu'à tomber épuisée
Et que parfois j'ai perdu
Aujourd'hui je veux énumérer pour toi
Les batailles que j'ai gagné

Il semble que finalement il y a là une clairière
Dans la forêt ténébreuse de mon esprit
Regarde comme elle est lumineuse
Si loin du tourment
Viens, assieds-toi auprès de moi
Ici tu n'auras pas peur
Tu vas voir, ça va te plaire
Moi je viens toujours ici
Même si parfois je me perds
Quand je suis un peu distraite

C'est ici l'endroit
Où naît la beauté
Où je peux être tranquille
Je n'ai pas d'autre endroit
Qui soit aussi divin
Sort des sandwichs
Et profitons ici
Du coucher du soleil


domingo, 8 de septiembre de 2019

Lágrimas y velocidad, por Jean-Luc Godard


Adoro a los avestruces. Son gente realista. Sólo creen en lo que ven. Cuando todo va mal y el mundo se vuelve demasiado feo, les basta con cerrar muy fuerte los ojos para que el mundo exterior quede pura y simplemente devastado como el príncipe por la ternura de la pequeña lavandera en la canción de Renoir. En resumen, los avestruces son unos animales completamente idiotas y completamente encantadores. Y si amo "El diablo en el cuerpo" es porque cuenta la historia de dos avestruces. Y si amo también Tiempo de amar, tiempo de morir, es evidentemente porque no se parece a la triste película de Autant-Lara, sino a la novela del raro de Radiguet. Y de hecho, a fin de cuentas, ¿por qué amo tanto a Raymond Radiguet? Unicamente porque no sabía que era miope y creía que el mundo entero veía todo borroso como él, hasta el día en que Cocteau le puso unas gafas. 

Se adivina que voy a hacer una crítica locamente elogiosa del nuevo Douglas Sirk, únicamente porque esta película me ha hecho arder las mejillas. Y para ser elogioso, lo voy a ser. Y, en primer lugar, voy a referirme sin cesar a todo aquello en lo que hace pensar la novela de Radiguet, como Pobre amor, de Griffith, porque me parece que se debería de citar a Griffith en cualquier artículo sobre cine: todo el mundo está de acuerdo pero aún así todo el mundo lo olvida; Griffith, pues, y también André Bazin, por las mismas razones: y ahora que ya está hecho, retomo el hilo de mis comparaciones a propósito de Tiempo de amar, tiempo de morir y aquí me detengo un momento para decir que es, tras El placer, el más bello título de toda la historia del cinematógrafo hablado y mudo, y también para decir que felicito en voz alta a la Universal-International por haber cambiado el título del libro de Erich Maria Remarque que se llamaba "El tiempo de vivir y el tiempo de morir": en efecto, estos queridos viejos bandidos internacionales y universales al hacerlo han embarcado a Douglas en un circo que Boris Barnett habría estado prodigiosamente encantado de filmar, porque es diez veces más infernal y bello que el de Brooks, o dicho de otra manera, porque al remplazar vivir por el verbo amar planteaban implícitamente a su director esta pregunta, admirable punto de partida para un guión: "¿Hay que vivir para amar o amar para vivir?" - y, ahora, termino por fin mi frase y mis comparaciones: el tiempo de amar y el tiempo de morir, no, no me cansaré nunca de escribir esas nueve palabras siempre imperturbablemente nuevas. Tiempo de amar, tiempo de morir, ya se sabe que voy a hablar de esta película como del amigo Fritz o de Nicholas Ray, como de Sólo se vive una vez o de Los amantes de la noche, es decir, como si John Gavin y Liselotte Pulver fuesen Aucassin y Nicolette 59.

He ahí, de hecho, lo que me encanta de Douglas Sirk, esa mezcla delirante: edad media y modernismo, sentimentalidad y refinamiento, encuadres anodinos y Cinemascope endiablado. De todo esto, ya se ve, hay que hablar como Aragon de los ojos de Elsa, delirando mucho, un poco, apasionadamente, poco importa, la única lógica con la Douglas Sirk carga es el delirio. Volvamos pues a nuestros avestruces. Una vez, el año pasado, recuerdo haber visto una admirable peliculita que transcurría al borde del mar. Había una chica que no estaba nada mal que jugaba al escondite con un tipo en un pinar. Finalmente, el tipo pillaba a la chica y la besaba. Ella no pedía más, pero no parecía completamente satisfecha ni feliz. ¿Por qué?, le preguntaba el tipo. La chica se acostaba en la arena caliente cerrando los ojos. Porque, decía ella, me gustaría conseguir cerrar los ojos muy fuerte, muy, muy fuerte, para todo se volviese completamente negro, verdaderamente negro, completamente, pero nunca lo consigo. 

Esa negro, es el tema tratado por Douglas Sirk en El tiempo de amar, el tiempo de morir. Esta película me parece bella porque me da la impresión de que Ernest y su Lisbeth, los dos héroes de tan dulce rostro premingeriano, a fuerza de cerrar los ojos con una ingenuidad rabiosa en Berlín bajo las bombas llegan a fin de cuentas más al fondo de sí mismos que ningún otro personaje de película hasta hoy. Como lo dice más alto Rossellini, es gracias a la guerra que reencuentran el amor. Se reencuentran, a Hitler gracias, como el hombre y la mujer que Dios creó. Es porque hay que amar para vivir nos dice Ernest matando a una partisana rusa, o Elisabeth bebiendo a sorbitos su champán. Amar a placer, nos dice con ellos Sirk en cada imagen, en homenaje a Baudelaire, amar, pues, y morir. Y su película es bella porque se piensa en la guerra viendo desfilar las imágenes de amor, y viceversa. 

Se me dirá que es una idea demasiado simplista. Puede ser, porque, al fin y al cabo, es una idea de productor. Pero aún así hacía falta un cineasta que la llevase a buen puerto y que encontrase la verdad del placer tras la convención de las lágrimas. Es justamente lo que, por ejemplo, no supo hacer en otro tiempo Lewis Milestone o en lo que acaba de fracasar penosamente Philip Dunne. Pero al contrario del institutor de la Fox, Douglas Sirk es un cineasta honesto, en el sentido clásico del adjetivo. Su ingenuidad de buena ley es su fuerza. Técnicamente es en esta medida que la película también me parece bella. Porque tengo la sensación de que las imágenes duran dos veces más que en las películas normales, un veinticuatreavo de segundo en vez de un cuarentaiocheavo, como si el antiguo montador de la UFA, por fidelidad a sus personajes, hubiese intentado poner también  en juego el tiempo durante el cual el obturador está cerrado. Por supuesto, Sirk no ha hecho esto de manera tan explícita como yo lo digo. Pero da la impresión de haber tenido esa idea. Y es una idea quizás ingenua por parte de un cineasta el querer asimilar la definición misma del cine con la de sus personajes, pero es una idea bella. Cuando se dice: hay que ponerse en la piel de los personajes en el fondo no se dice algo distinto. Al cabo, es tan bello e ingenuo como Gance que lanzaba cámaras al aire cuando el pequeño Bonaparte lanzaba bolas de nieve en el patio de Brienne.

Lo importante, nos prueba Douglas Sirk, es creer en lo que se hace haciendo creer en ello. Y en este aspecto Tiempo de amar sube la apuesta respecto a Ángeles sin brillo, Escrito sobre el viento u Orgullo de raza. No son grandes películas, pero qué más da, puesto que son bellas. Y ¿por qué lo son? En primer lugar, lo acabamos de ver, porque el guión es bello. Luego, porque los actores están lejos de ser malos. Y finalmente porque la puesta en escena es idem. Tiempo de morir lo prueba una vez más. 

Antes de hablar de la forma, hablemos rápidamente de las de Liselotte Pulver. Todo el mundo la desprecia. A mí, me gusta. Os parece delgaducha. Pero estamos en guerra y el tema de la película no es: Lise, ôte ton pullover (Lise, quítate el jersey). Y, por mi parte, nunca he creído tanto en una joven alemana dentro del Tercer reich que se hunde como viendo a esta chica de Zurich temblar nerviosamente con cada reencuadre. Vayamos más lejos. Nunca he creído tanto en la Alemania en guerra como viendo esta película americana rodada en tiempos de paz. Mejor que Aldrich en Attack, Sirk sabe hacernos ver las cosas de tan cerca que las tocamos, que las respiramos. El rostro de un muerto helado en el invierno del frente ruso, las botellas de vino, un apartamento como nuevo en una ciudad en ruinas, en todo ello creemos como si fuese una Caméflex de reportaje la que lo hubiese filmado y no una gruesa cámara de Cinemascope manejada por la mano de lo que hay que llamar un maestro. 

Están bien visto hoy en día decir que la pantalla ancha es pura pose. Yo, a todos esos René que no tienen las ideas claras, les digo educadamente: ¡y un cuerno! Que el Cinemascope multiplica el formato natural, basta haber visto los dos últimos Douglas Sirk para estar persuadido de ello. Hay que decir aquí que el viejo cineasta recobra sus piernas de juventud y bate a todos los jóvenes en su propio terreno, panoramicando al vuelo, retrocediendo o avanzando. Y lo que hay de sorprendentemente bello en esos movimientos de cámara que se embalan como motores, en los que los desenfoques quedan ocultos por la velocidad misma de la ejecución, es que dan la impresión de estar hechos a mano, cuando lo está con grúa, un poco como si el trazo revoloteador de un Fragonard fuese obra de una maquinaria complicada. Conclusión: los que no han visto o amado a Liselotte Pulver correr por la ribera de no sé qué Rin o Danubio, agacharse bruscamente para pasar bajo una baranda, y luego volver a incorporarse, hop, de un golpe de riñones, los que no han visto en ese momento a la gruesa Mitchell de Douglas Sirk agacharse al mismo tiempo, y luego, hop, incorporarse con el mismo y ágil movimiento de la corva, pues bien, esos no han visto nada o, entonces, no saben lo que es bello. 

domingo, 16 de julio de 2017

Les otakus, par Astrud



pour C.M


Maintenant je me lève chaque jour
avec la tête qui tourne,
et j'ai mal à l'épaule, à l'intérieur.
Ce sera peut-être toujours comme ça
et je devrai m'habituer
à être à moitié malade.

Mais cette année j'ai rencontré un otaku
et je suis devenu ami avec sa bande d'otakus,
et je suis beaucoup plus content,
ce que je ressens c'est ce que je ressens.

Ils sont plus jeunes que moi,
mais ils ne se sont pas rendus compte,
où alors ça leur est égal.

Ou va prendre le goûter chez eux, avec leur mères,
maintenant que le soleil se couche plus tôt.
Et leurs mères, quand elles sortent pour étendre les shorts
des otakus, elles me regardent dans les yeux et elles me disent:

"Tu n'es plus seul,
maintenant tu as nos enfants,
fie-toi toujours à nos enfants",
elles me le disent jusqu'à ce que la nuit tombe.

Les otakus m'accompagnent au métro
et ils me parlent de leurs trucs à eux,
de leurs trucs à eux.

Maintenant je suis somnambule, je me lève sans le savoir,
ça m'arrive depuis deux ou trois ans,
et il y a une possibilité d'hématurie
quand je vais aux toilettes.
Ces choses m'inquiètent, je me regarde dans la glace
et j'y pense, et j'y pense, et j'y pense
mais les otakus viennent
et ils passent la main sur mon front.

Il me libèrent, et ils me pardonnent,
et nous chantons du Kumi Kōda,
et nous dansons du Kumi Kōda.

Et leur mères me regardent en riant sans arrêt
et elles me disent: ¿tu vois? ¿tu vois?
¿tu ne vois pas que tout s'arrange?
¿tu ne vois pas? ¿tu ne vois pas?
¿tu ne vois pas au loin?
¿tu ne vois pas? ¿tu ne vois pas?