Construida sobre un tempo voluntariamente ralentizado, con una gran abundancia de planos fijos, con una interpretación que logra un equilibrio insólito entre lo pintoresco y la sobriedad, sembrada con pistas misteriosas y trampas, es la película más enigmática de Hitchcock. El genio de su autor ha sabido conferir a este enigma la apariencia falsamente límpida y tranquilizadora de una fábula o de una cancioncilla infantil. Es Jean Domarchi (en Cahiers du cinéma, nº58) quien ha sabido caracterizar mejor el lado experimental de la película haciendo notar que Hitchcock había procedido en sus personajes a «una ablación de la conciencia (...), de la culpabilidad interior». Se podría añadir: una ablación del sentido espiritual, de la inquietud metafísica. El cadáver que entierran y desentierran alegremente y que transportan de sitio en sitio no es para ellos nada más que un objeto un poco molesto. Así transformados (o mutilados), estos personajes son observados por el autor, con distancia e ironía, en el seno de la pequeña comunidad en la que viven. No sienten los unos por los otros ninguna desconfianza, ninguna envidia, ninguno de esos sentimientos que envenenan las relaciones humanas y que Hitchcock ha descrito tan a menudo en otras películas. Incluso el dinero tiene sobre ellos poca influencia. Viéndolos vivir tan apaciblemente se podría creer que viven en un paraíso: sin embargo, precisamente, no son del todo humanos. Y su falta de inquietud aviva insidiosamente la nuestra. La belleza de finales de otoño fascina y abruma. Es una especie de apocalipsis suave, a la inversa de aquel, tumultuoso y atroz, de The Birds, pero, finalmente, igual de perturbador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario