Adoro a los avestruces. Son gente realista. Sólo creen en lo que ven. Cuando todo va mal y el mundo se vuelve demasiado feo, les basta con cerrar muy fuerte los ojos para que el mundo exterior quede pura y simplemente devastado como el príncipe por la ternura de la pequeña lavandera en la canción de Renoir. En resumen, los avestruces son unos animales completamente idiotas y completamente encantadores. Y si amo "El diablo en el cuerpo" es porque cuenta la historia de dos avestruces. Y si amo también Tiempo de amar, tiempo de morir, es evidentemente porque no se parece a la triste película de Autant-Lara, sino a la novela del raro de Radiguet. Y de hecho, a fin de cuentas, ¿por qué amo tanto a Raymond Radiguet? Unicamente porque no sabía que era miope y creía que el mundo entero veía todo borroso como él, hasta el día en que Cocteau le puso unas gafas.
Se adivina que voy a hacer una crítica locamente elogiosa del nuevo Douglas Sirk, únicamente porque esta película me ha hecho arder las mejillas. Y para ser elogioso, lo voy a ser. Y, en primer lugar, voy a referirme sin cesar a todo aquello en lo que hace pensar la novela de Radiguet, como Pobre amor, de Griffith, porque me parece que se debería de citar a Griffith en cualquier artículo sobre cine: todo el mundo está de acuerdo pero aún así todo el mundo lo olvida; Griffith, pues, y también André Bazin, por las mismas razones: y ahora que ya está hecho, retomo el hilo de mis comparaciones a propósito de Tiempo de amar, tiempo de morir y aquí me detengo un momento para decir que es, tras El placer, el más bello título de toda la historia del cinematógrafo hablado y mudo, y también para decir que felicito en voz alta a la Universal-International por haber cambiado el título del libro de Erich Maria Remarque que se llamaba "El tiempo de vivir y el tiempo de morir": en efecto, estos queridos viejos bandidos internacionales y universales al hacerlo han embarcado a Douglas en un circo que Boris Barnett habría estado prodigiosamente encantado de filmar, porque es diez veces más infernal y bello que el de Brooks, o dicho de otra manera, porque al remplazar vivir por el verbo amar planteaban implícitamente a su director esta pregunta, admirable punto de partida para un guión: "¿Hay que vivir para amar o amar para vivir?" - y, ahora, termino por fin mi frase y mis comparaciones: el tiempo de amar y el tiempo de morir, no, no me cansaré nunca de escribir esas nueve palabras siempre imperturbablemente nuevas. Tiempo de amar, tiempo de morir, ya se sabe que voy a hablar de esta película como del amigo Fritz o de Nicholas Ray, como de Sólo se vive una vez o de Los amantes de la noche, es decir, como si John Gavin y Liselotte Pulver fuesen Aucassin y Nicolette 59.
He ahí, de hecho, lo que me encanta de Douglas Sirk, esa mezcla delirante: edad media y modernismo, sentimentalidad y refinamiento, encuadres anodinos y Cinemascope endiablado. De todo esto, ya se ve, hay que hablar como Aragon de los ojos de Elsa, delirando mucho, un poco, apasionadamente, poco importa, la única lógica con la Douglas Sirk carga es el delirio. Volvamos pues a nuestros avestruces. Una vez, el año pasado, recuerdo haber visto una admirable peliculita que transcurría al borde del mar. Había una chica que no estaba nada mal que jugaba al escondite con un tipo en un pinar. Finalmente, el tipo pillaba a la chica y la besaba. Ella no pedía más, pero no parecía completamente satisfecha ni feliz. ¿Por qué?, le preguntaba el tipo. La chica se acostaba en la arena caliente cerrando los ojos. Porque, decía ella, me gustaría conseguir cerrar los ojos muy fuerte, muy, muy fuerte, para todo se volviese completamente negro, verdaderamente negro, completamente, pero nunca lo consigo.
Esa negro, es el tema tratado por Douglas Sirk en El tiempo de amar, el tiempo de morir. Esta película me parece bella porque me da la impresión de que Ernest y su Lisbeth, los dos héroes de tan dulce rostro premingeriano, a fuerza de cerrar los ojos con una ingenuidad rabiosa en Berlín bajo las bombas llegan a fin de cuentas más al fondo de sí mismos que ningún otro personaje de película hasta hoy. Como lo dice más alto Rossellini, es gracias a la guerra que reencuentran el amor. Se reencuentran, a Hitler gracias, como el hombre y la mujer que Dios creó. Es porque hay que amar para vivir nos dice Ernest matando a una partisana rusa, o Elisabeth bebiendo a sorbitos su champán. Amar a placer, nos dice con ellos Sirk en cada imagen, en homenaje a Baudelaire, amar, pues, y morir. Y su película es bella porque se piensa en la guerra viendo desfilar las imágenes de amor, y viceversa.
Se me dirá que es una idea demasiado simplista. Puede ser, porque, al fin y al cabo, es una idea de productor. Pero aún así hacía falta un cineasta que la llevase a buen puerto y que encontrase la verdad del placer tras la convención de las lágrimas. Es justamente lo que, por ejemplo, no supo hacer en otro tiempo Lewis Milestone o en lo que acaba de fracasar penosamente Philip Dunne. Pero al contrario del institutor de la Fox, Douglas Sirk es un cineasta honesto, en el sentido clásico del adjetivo. Su ingenuidad de buena ley es su fuerza. Técnicamente es en esta medida que la película también me parece bella. Porque tengo la sensación de que las imágenes duran dos veces más que en las películas normales, un veinticuatreavo de segundo en vez de un cuarentaiocheavo, como si el antiguo montador de la UFA, por fidelidad a sus personajes, hubiese intentado poner también en juego el tiempo durante el cual el obturador está cerrado. Por supuesto, Sirk no ha hecho esto de manera tan explícita como yo lo digo. Pero da la impresión de haber tenido esa idea. Y es una idea quizás ingenua por parte de un cineasta el querer asimilar la definición misma del cine con la de sus personajes, pero es una idea bella. Cuando se dice: hay que ponerse en la piel de los personajes en el fondo no se dice algo distinto. Al cabo, es tan bello e ingenuo como Gance que lanzaba cámaras al aire cuando el pequeño Bonaparte lanzaba bolas de nieve en el patio de Brienne.
Lo importante, nos prueba Douglas Sirk, es creer en lo que se hace haciendo creer en ello. Y en este aspecto Tiempo de amar sube la apuesta respecto a Ángeles sin brillo, Escrito sobre el viento u Orgullo de raza. No son grandes películas, pero qué más da, puesto que son bellas. Y ¿por qué lo son? En primer lugar, lo acabamos de ver, porque el guión es bello. Luego, porque los actores están lejos de ser malos. Y finalmente porque la puesta en escena es idem. Tiempo de morir lo prueba una vez más.
Antes de hablar de la forma, hablemos rápidamente de las de Liselotte Pulver. Todo el mundo la desprecia. A mí, me gusta. Os parece delgaducha. Pero estamos en guerra y el tema de la película no es: Lise, ôte ton pullover (Lise, quítate el jersey). Y, por mi parte, nunca he creído tanto en una joven alemana dentro del Tercer reich que se hunde como viendo a esta chica de Zurich temblar nerviosamente con cada reencuadre. Vayamos más lejos. Nunca he creído tanto en la Alemania en guerra como viendo esta película americana rodada en tiempos de paz. Mejor que Aldrich en Attack, Sirk sabe hacernos ver las cosas de tan cerca que las tocamos, que las respiramos. El rostro de un muerto helado en el invierno del frente ruso, las botellas de vino, un apartamento como nuevo en una ciudad en ruinas, en todo ello creemos como si fuese una Caméflex de reportaje la que lo hubiese filmado y no una gruesa cámara de Cinemascope manejada por la mano de lo que hay que llamar un maestro.
Están bien visto hoy en día decir que la pantalla ancha es pura pose. Yo, a todos esos René que no tienen las ideas claras, les digo educadamente: ¡y un cuerno! Que el Cinemascope multiplica el formato natural, basta haber visto los dos últimos Douglas Sirk para estar persuadido de ello. Hay que decir aquí que el viejo cineasta recobra sus piernas de juventud y bate a todos los jóvenes en su propio terreno, panoramicando al vuelo, retrocediendo o avanzando. Y lo que hay de sorprendentemente bello en esos movimientos de cámara que se embalan como motores, en los que los desenfoques quedan ocultos por la velocidad misma de la ejecución, es que dan la impresión de estar hechos a mano, cuando lo está con grúa, un poco como si el trazo revoloteador de un Fragonard fuese obra de una maquinaria complicada. Conclusión: los que no han visto o amado a Liselotte Pulver correr por la ribera de no sé qué Rin o Danubio, agacharse bruscamente para pasar bajo una baranda, y luego volver a incorporarse, hop, de un golpe de riñones, los que no han visto en ese momento a la gruesa Mitchell de Douglas Sirk agacharse al mismo tiempo, y luego, hop, incorporarse con el mismo y ágil movimiento de la corva, pues bien, esos no han visto nada o, entonces, no saben lo que es bello.